"Hijo mío, ven a mí y permíteme abrazarte en la luz de mi amor y en la alegría de mi misericordia, mientras te preparas para recibirme en la Santa Comunión, la comunión de mi corazón, de mi mente, de mi cuerpo y de mi alma.
Sí, hijo mío, incluso mi mente, porque fuiste creado a mi imagen y mi amor.
Sí, hijo mío, permíteme consumirte en mi amor, en la alegría y la misericordia, la esperanza de la Sagrada Eucaristía".
Sí, Señor mío, ahora pongo todas las intenciones de oración que he recibido en el corazón de tu Eucaristía, en el corazón santo de tu amor. Para que me fortalezcas, me guíes y eleves mi alma dentro de tu corazón cada día. Para que mis pies estén firmemente plantados en la tierra de la fe".
"Hijo mío, cada palabra que te he enseñado y en cada palabra que te doy en mi corazón".
Ahora tengo una visión en la que recibo la Sagrada Comunión dentro de una hora. Mientras el sacerdote levanta la hostia para que yo la consuma, ésta se llena de rayos dorados de luz que llenan la iglesia.
Y en ella aparece un santo, un hombre, arrodillado ante la Santa Cruz. Aunque en este momento no percibo quién es, está en oración, intercediendo por nosotros, que estamos unidos al cuerpo y a la sangre de Cristo. Arrodillado en amor, profundamente en oración, su cabello oscuro, su ropa blanca. Y si Dios no lo revela, lo más importante es que yo rece ahora para que sus oraciones se cumplan.
Jesús dice, "Ven a mi santo amor, al pie de la Cruz, y permíteme unirte a mi corazón. Eleva tu corazón en el poder de mi sacrificio de amor, para unirte a mí más estrechamente.
Te amo y nunca te abandonaré. Te guiaré en mi misericordia y ofreceré tu corazón en mi amor al corazón de mi Padre, al trono del cielo. Ven ahora y regocíjate, en mí, tu amor y tu santo Salvador".